Imagina a un artista cuyo trabajo desafía la norma, no por ser transgresor o subversivo, sino por mantener una estética pulcra y un respeto absoluto por la forma clásica. Eso es Xavier Veilhan, un escultor y artista conceptual que ha logrado destacar sin caer en la trampa de las controversias artificiales o esfuerzos desesperados por llamar la atención. Veilhan, nacido en 1963 en Lyon, Francia, ha sido capaz de crear un cuerpo de trabajo que, aunque aparentemente desprovisto de política, podría hacer que algunos liberales se sientan incómodos. ¿Por qué? Su arte apuesta por el realismo, la limpieza y las formas tradicionales, algo que a veces contrasta con las corrientes modernas que traen las tendencias decididamente desechables. Y ojo, que esto es en pleno París del siglo XXI, donde se espera que el arte desafíe todo lo que se considera 'normal'.
Veilhan ha trabajado desde una visión más apolítica, centrada en la belleza de la forma. Con exposiciones en Los Ángeles, Nueva York, y por supuesto, en bastiones del arte en Francia, su arte ha viajado por todo el mundo desde finales de los años 80. Lo que lo distingue es cómo usa su arte para resaltar lo que muchos podrían considerar... 'simple'. Aquellos que buscan algo más radical encontrarán su trabajo casi asombrosamente directo. ¿Necesitamos realmente obras de arte que exijan una tesis doctoral para ser entendidas?
Los materiales de Veilhan son tan variados como su enfoque. Usa metal, vidrio, madera y resinas para crear esculturas y formas depuradas que parecen casi congeladas en el tiempo. Esto nos recuerda que la innovación no siempre requiere de un pinchazo al statu quo o de una interjección escandalosa. Pero lo que realmente hace de su arte algo sustancial es la apuesta por lo tangible sobre lo abstracto, rechazando la puramente subjetiva interpretación que caracteriza mucho del arte postmoderno.
Quizás su contribución más reconocida fue su intervención en el Pabellón Francés de la Bienal de Venecia en 2017, donde transformó el lugar en un estudio musical. Esa obra, llena de colores vivos y formas precisas, era más un homenaje a la música como forma de arte que una oportunidad de lanzar un manifiesto político. Fue un elegante recordatorio de lo que se podía lograr cuando el arte se centra en elevar en lugar de desestabilizar.
En la era de las redes sociales, donde todos buscan el próximo tópico viral para encender el discurso, Veilhan proporciona una bocanada de aire fresco mediante su rechazo a comulgar con la hipérbole. La escultura, como ve él, es una forma de silenciar el ruido y capturar la serenidad. Su insistencia en formas claras y colores simples añade una capa de calma genuina a su trabajo, un baño de pureza que, irónicamente, lo hace más vigente hoy que nunca.
Su trabajo también resulta una especie de homenaje a la artesanía. No desdeña las técnicas tradicionales ni se deja llevar por los excesos tecnológicos sin sentido. Una pieza de Veilhan es prueba tangible de que el arte puede ser técnico y emocional a la vez, sin sucumbir a la desesperación de hacerse viral en Twitter o Instagram.
En un mundo que a menudo parece inclinado a ignorar la belleza por lo confrontacional, Veilhan nos recuerda que el arte debe ser un refugio donde la forma pura y la elegancia aún importan. Su trabajo desafía las reglas no al romperlas, sino al ignorarlas por completo, mirando más hacia el cosmos del arte universal en lugar de la política de corto plazo.
Para algunos, su arte puede parecer un anacronismo en un mundo donde lo llamativo y lo político gobiernan. Pero para aquellos que encuentran descanso en la belleza clásica, su trabajo es una afirmación descarada de que el arte no tiene que ser feo o discordante para ser exitoso. Tal vez ahí es donde yace su provocación más aguda: en su firme rechazo de un mundo que apenas puede recordar lo que significa ser simplemente hermoso.