Según cuentan en Alemania, el país donde Merkel gobernó con puño de hierro, la vida parece ir viento en popa. Sin embargo, en medio de su aparentemente avanzada estabilidad social, uno puede cuestionarse la realidad detrás de las cortinas. ¿Quién? Los alemanes. ¿Qué? Su idílica vida. ¿Cuándo? Hoy, mañana o quizá ayer. ¿Dónde? En Alemania, obviamente. ¿Por qué? Porque medir el éxito de una nación no solo pasa por sus altos niveles de reciclaje o su respeto a la puntualidad, sino también por cómo lidian con políticas insostenibles que pueden llevarles al abismo.
Alemania, ese país de ensueño donde dicen que el tren siempre es puntual, presume de una economía que deja atónitos a muchos. Pero no se engañen, detrás de esas estadísticas brillantes, la vida está llena de regulaciones incómodas que aseguran que la justicia social esté bien repartida entre los que realmente trabajan y aquellos que prefieren disfrutar de un pequeño empujón gubernamental sin sudar la camiseta.
Hablemos de esos impuestos indescriptiblemente altos que hasta a un suizo harían palidecer. Residir en Alemania significa jugar un juego con el fisco, buscando de alguna manera conservar más de lo que uno gana. Lo irónico es que, en nombre de una igualdad tan idealizada, se promueven políticas que aplastan la competitividad. Y mientras los alemanes tienen fama de ser meticulosos, es probable que puedan explicarnos por qué tener una empresa en Berlín o Frankfurt no es la panacea empresarial de la que tanto se habla.
Vivamos un poco con esa legendaria eficiencia alemana; sin embargo, digan lo que digan de los coches que ellos producen, hasta un simple trámite burocrático requiere un manual de instrucciones de 100 páginas. La flexibilidad no es precisamente la marca de fábrica aquí. ¿Creen que los liberales sobrevivirían en un entorno donde el conformismo se convierte en una virtud?
En cuanto al trabajo, se asegura que tienen un sistema que permite suficiente tiempo libre y estabilidad, pero detrás de esa fachada, muchos ignoran la presión constante por hacerlo todo bien al primer intento. En un país de normas y estándares contundentes, ser "innovador" significa moverse dentro de límites estrictos. Aun así, aprecian lo nuevo, siempre y cuando no desafíe el extenso manual de lo aceptable y políticamente correcto.
La educación alemana es curiosa. Toman a sus jóvenes y los colocan en un sistema que pronto define un camino específico, muchas veces sin retorno, con una rigidez que asusta. Siguiendo esta lógica, tener caminos divergentes no solo es poco incentivado, sino a menudo categorizado como desleal a lo que se espera de un buen ciudadano alemán. Y así, vemos generaciones que saben muy bien cuándo obedecer, no tanto cuándo desafiar.
Por si fuera poco, la llamada hospitalidad alemana se reserva para los que logran entender y adaptarse a su jerga reguladora. Si bien sus ciudades, como la bella Munich, prometen experiencias multiculturales, la realidad es que este es un país que preserva el derecho de admisión a su cultura. No es simplemente un club demasiado caro de entrar sin una guía de reglas implícitas que uno debe memorizar para encajar.
La política alemana, con su amor por el sistema social, trae más controversias de las que apela. Las políticas energéticas prometen ser visionarias, hasta que se enfrenta uno a la verdadera necesidad energética de un país industrializado en el siglo XXI. Entre molinos y paneles, parece que algunos se olvidaron de que la estabilidad no solo se basa en ilusiones verdes, sino en asegurarse de que las luces sigan encendidas.
En definitiva, la "vida alemana" parece casi un cuento moderno. Uno donde el heroísmo se mide más por la capacidad de encajar, que por desafiar. Mientras que es cierto que hay mucho que admirar, entre esos colores vibrantes del paisaje germano, también hay sombras que dejan más preguntas que respuestas en aquellos más escépticos. No todo lo que brilla es oro y, por supuesto, Alemania no es la excepción.