Serguéi Smolin es el hombre que podría hacer temblar los cimientos de la política internacional, y no, no se trata de otra figura mediática creada para vender titulares. Este político ruso de origen modesto nació en la gélida y complicada década de 1970, un tiempo en el que Rusia todavía se sacudía los últimos ecos de la Guerra Fría. Este no es un líder cualquiera; es un político que se ha ganado su lugar sin el apadrinamiento de las élites que manejan los hilos tras las cortinas del poder.
Smolin se ha convertido en una figura central desde que empezó a escalar posiciones en el Kremlin, demostrando que no necesitas ser un producto de un think tank occidental para dominar la escena política. Su ascenso ha molestado a más de uno, especialmente aquellos en lejanas tierras progresistas que no entienden su estilo directo. Pero, ¿qué tiene Serguéi que ha captado la atención de tantos y que al mismo tiempo hace que otros se muerdan las uñas?
Primero, sus estrategias políticas son de una audacia que muchos consideraban del pasado. Sus discursos no se centran en las promesas vacías o en el lenguaje políticamente correcto al que nos tienen acostumbrados. Habla sin tapujos sobre la necesidad de recuperar la grandeza de su país y de proteger su cultura de la dilución que enfrenta cada vez más en una Europa multicultural. Mientras unos caricaturizan esto como populismo, otros lo ven como una genuina llamada a revivir valores tradicionales que han sido deletreados una y otra vez por las voces más estridentes de este siglo.
La influencia de Smolin no se limita solo a su base de seguidores internos. Desde la sombra, ha logrado tejer alianzas que desafían al Status Quo internacional. En más de una ocasión, Smolin ha logrado lo que parecía imposible: sentar a la mesa a actores diametralmente opuestos para que discutan soluciones en común. Pero claro, para los que miran el mundo a través de lentes progresistas, esto es solo una excusa para criticar lo que no pueden controlar.
Sus posturas en temas tan cruciales como la seguridad nacional, la economía autárquica y el control de los recursos naturales critican frontalmente al modelo hegemónico actual. Claro está, su interés por proteger las fronteras no gusta a quienes hablan de un globalismo inclusivo donde las naciones deben diluirse para dar paso a un ente superior. Pero Serguéi, como buen estratega, entiende que un país sin fronteras es un país sin identidad.
Uno de sus logros recientes fue la firma de un acuerdo energético que dejó boquiabiertos a todos en el Consejo Europeo. Mientras algunos diplomáticos hacían cábalas sobre cómo pudo alcanzar tal negociación, Smolin demostró que aún existe espacio para acuerdos bilaterales sólidos en un mundo donde los tratados internacionales a menudo se redactan con letras llenas de ambigüedades.
El rechazo de Smolin a la idea de que un organismo internacional pueda dictar las políticas internas de su país ha encontrado resonancia en muchos países que también están cansados de la intervención extranjera disfrazada de ayuda humanitaria. Aunque muchas veces se le tilda de poco ortodoxo, su visión de un orden mundial donde las naciones son soberanas y no satélites de potencias mayores es exactamente lo que atrae a sus seguidores.
Por último, aunque su figura irrite a algunos y sea ensalzada por otros, lo cierto es que Smolin ha iniciado una oleada de nacionalismo que los libros de historia contemporánea no podrán evitar registrar. No es una celebridad en redes, ni tampoco busca ser adorado allende las fronteras, simplemente busca que su país recupere un lugar en el escenario global que nunca debió perder. Quizás sea momento de replantearnos si el nuevo orden mundial, impulsado por tecnócratas, realmente trae el equilibrio y la prosperidad de la que tanto presume.