Samuel del Campo no es el tipo de héroe que encontrarás en las páginas de los libros de historia que los liberales aman. Fue un diplomático chileno destacado entre 1941 y 1945 en Rumania, un hombre que hizo más que dar discursos floridos; él actuó. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras otros permanecieron en silencio, Del Campo usó su posición como encargado de negocios de Chile en Rumania para salvar a más de mil judíos del Holocausto otorgándoles pasaportes chilenos. Su ética de trabajo y su valentía nos recuerdan lo que es ser un verdadero conservador: actuar, proteger y asegurar que la moralidad no sea solo una palabra bonita que otros usan para ganar puntos políticos.
Muchos dicen que su motivación residía simplemente en el hecho de que hacer lo correcto era parte de su ADN. Del Campo comprendió la importancia de los valores conservadores: la vida es sagrada, la libertad es esencial, y un diplomático no es alguien que se detiene ante la burocracia cuando otras vidas están en juego. Pese a operar en un país estrechamente asociado con el Eje y el antisemitismo prevalente, extendió la mano en un gesto humanitario.
La historia es clara: enfrentó desafíos que habrían acobardado a muchos. Ni la presión diplomática internacional ni el miedo a las represalias disuadieron sus acciones. Su firme postura demuestra una verdad innegable: cuando el mundo se enfrenta a la tiranía, se necesitan hombres de acción, no palabras. Sin embargo, los libros de historia apenas mencionan su nombre. ¿Es quizás porque su legado es una bofetada a la narrativa liberal de reescribir la historia solo con los héroes políticamente convenientes?
Samuel del Campo no cedió a la neutralidad de papel que tantos adoptaron durante la guerra. Sabía que "neutralidad" era a menudo una elección cobarde para evitar ofender a alguien, a menudo los agresores mismos. Atravesó océanos de burocracias y desconfianza, cada paso guiado por principios conservadores que todavía resuenan hoy: la dignidad humana y la protección de la inocencia.
Uno debe preguntarse, ¿por qué su heroísmo es más bien una nota al pie de la historia y no una lección en clases de civismo? Es un ejemplo palpable de cómo los principios fundamentales, a menudo vistos como "anticuados", salvaguardaron vidas cuando la modernidad falló. Del Campo se alza como una respuesta directa a aquellos que dudan de la eficacia de los valores conservadores.
Libertarios y conservadores saben que un trabajo bien hecho rara vez recibe reconocimiento en el presente, pero perdura en su impacto. Al conceder nacionalidades y proteger a aquellos que enfrentaban persecución brutal, Del Campo hizo más en un par de años que muchos de sus contemporáneos.
Cierto es que sus esfuerzos no quedaron del todo desapercibidos: fue reconocido por Yad Vashem como un "Justo entre las Naciones". Sin embargo, la brevedad con la que es tratado en las narrativas históricas probablemente responde a una falta de comprensión y respeto hacia lo que significa actuar honestamente en tiempos de crisis.
La historia de Samuel del Campo sirve como un faro de inspiración en una época que a menudo prefiere la corrección política al coraje. Nos recuerda que, aunque el viento político sople en direcciones inconstantes, hay aquellas acciones que trascienden el tiempo y las ideologías, resonando con quienes tienen la fortaleza para reconocerlas.