La Rosquilla: Tradición, Gusto y una Taza de Cafecito

La Rosquilla: Tradición, Gusto y una Taza de Cafecito

La rosquilla, profundamente arraigada en la cultura iberoamericana, representa algo más que una exquisitez culinaria; es una tradición que transciende generaciones.

Vince Vanguard

Vince Vanguard

¿Quién hubiera pensado que una rosquilla podría ser tan deliciosa como para arrancar una sonrisa incluso al más serio? La rosquilla, esa maravillosa obra de arte culinaria, tiene una historia rica y una presencia casi omnipresente en la cultura española y latinoamericana. Comenzó como una simple mezcla de harina, manteca, azúcar y por supuesto, una ferviente devoción por la tradición. Desde las fiestas en las aldeas hasta las celebraciones familiares en casa, las rosquillas se convierten en las protagonistas que todos esperan ansiosamente. Imagínate mascando una, crujiente por fuera pero tierna por dentro, mientras disfrutas de una buena conversación al lado del fuego.

Pero, ¿cómo ha logrado una creación tan simple mantenerse vigente en un mundo obsesionado por lo nuevo y lo llamativo? Algunas personas, que prefieren complicarse la vida y añaden ingredientes innecesarios, intentan reinventarlas, pero lo cierto es que su simplicidad es su mayor virtud. Como muchas de las mejores cosas en la vida, la rosquilla no necesita artístico adorno alguno; su autenticidad solita basta.

En España, la Rosquilla de Alcalá se lleva el protagonismo con su cobertura de azúcar líquida. Un paseo por la Plaza Cervantes sin una rosquilla en mano es simplemente impensable. En Nicaragua, las rosquillas somoteñas han sido una delicia durante generaciones con su mezcla de maíz, cuajada y un ligero toque de sal. Adjuntas a un cafecito y una buena tertulia, le arrancan una sonrisa a cualquiera, menos posiblemente a los liberales que piensan que estos productos tradicionales ya no tienen lugar en nuestro mundo moderno y globalizado.

El fenómeno de las rosquillas no es nuevo. Desde el Antiguo Egipto, donde se dice que se preparaban como ofrendas sagradas, hasta la Edad Media, han caminado a nuestro lado. La sencillez de su preparación ha sido un pilar en su perdurabilidad. Un poco de harina, un huevo y una pizca de especias transforman una tarde aburrida en una experiencia culinaria memorable. Y no olvidemos la económica; hacer rosquillas es sorprendentemente barato, un golpe de suerte en estos tiempos de inflación desenfrenada.

Sus variaciones son infinitas. Rosquillas fritas, al horno, esponjosas o crujientes, cada región tiene su especialidad y cada hogar una receta familiar guardada bajo llave. Es curioso observar cómo un mismo concepto puede tomar formas tan diversas. Si bien para algunos es una fuente constante de inspiración, para otros es simplemente una búsqueda de lo conocido y querido.

Los ingredientes básicos de harina, huevo, azúcar y anís encuentran una conexión universal. Estas rosquillas, a menudo cubiertas de azúcar o glaseado, se venden en panaderías y mercados de alimentos, presentando una alternativa más indulgente al almuerzo en sitios de comida rápida globalizada. Las rosquillas no pretenden ser la última tendencia de moda. No se venden con campañas publicitarias llamativas. Su éxito se basa en la palabra fiel de generación en generación, pasado de abuela a madre, de madre a hija.

Aunque el mundo avance hacia lo desconocido en un frenesí de innovación sin límites, hay cosas que permanecen inmutables, cosas que no tienen que cambiar porque, simplemente, ya están bien tal como están. Las rosquillas son uno de esos raros placeres. Tal vez sea su condición de testigos silenciosos de momentos familiares felices lo que las hace tan valiosas para muchos. Mientras nos enfrentamos a las tormentas de la modernidad, una rosquilla al lado, con su humildad y magia sencilla, es un recordatorio de donde venimos y las sencillas alegrías que optamos por llevar con nosotros.