Si alguna vez has oído a un liberal hablando de Patricia Millett, estarás convencido de que esta mujer es algo así como una superheroína judicial, salvando Estados Unidos de las garras del pensamiento conservador. Millett, una figura prominente en el Tribunal de Apelaciones del Circuito de D.C., fue designada en 2013 por el presidente Barack Obama, lo que debería revelar mucho sobre su orientación ideológica. Educada en la Universidad de Illinois y en la Facultad de Derecho de Harvard, ha trabajado en el Departamento de Justicia de EE.UU. y en la Suprema Corte, donde defendió casos marcados por una clara orientación hacia la izquierda.
Desde su nombramiento, Millett no ha perdido el tiempo en dejar claro lo que piensa. Sus decisiones a menudo evocan la clásica fórmula de igualar libertad con caos, lo cual, aunque confundido como progresista, aporta muy poco al desarrollo real de la justicia. ¿Qué tal su voto a favor de exigir a Yakima, una ciudad predominantemente blanca, que reemplace su sistema electoral—una decisión que decidió en un arrebato de "corrección política"? La opinión de Millett sugirió que el sistema electoral vigente era de alguna manera discriminatorio, una lógica que desafía el sentido común, pero que atiende al discurso progresista.
Su participación en el caso sobre el mandato de anticonceptivos del Obamacare fue otro dolor de cabeza para quienes vimos en esa medida un ataque directo a las libertades religiosas. Su postura fue defender la llamada “libertad” de exigir a organizaciones religiosas que contradigan sus creencias fundamentales. A pesar de esto, Millett fue elogiada por su supuesta capacidad de "proteger" derechos, aunque al costo de atropellar principios constitucionales básicos.
Lo que realmente inquieta es su disposición a interpretar leyes a su modo, retando la lógica constitucional. Sumemos su famosa inclinación a revocar políticas que protegen la integridad del voto, como las leyes de identificación de votantes, que según su criterio "suprimen" a las minorías. Resulta curioso cómo la identificación para votar se ve tan mal en círculos liberales, pero no se cuestiona en otras actividades cotidianas.
No se puede olvidar tampoco su tendencia a apoyar una expansión federal sin precedentes en temas ambientales. Esto lo demuestra su participación en casos que abordan regulaciones ambientales draconianas, poniendo trabas innecesarias al progreso económico en nombre de un catastrofismo climático que aún no ha demostrado ser verídico en absoluto. En un juicio donde Millett decide reforzar restricciones ambientales, basta un par de argumentos sin sustento empírico para justiciar el golpe a industrias ya debilitadas.
Un detalle divertido: Millett frecuentemente argumenta acerca de la supremacía del tribunal en decisiones de política. ¿Hay algo más liberal que un juez que confunde su función con la de un legislador? Es natural que quienes apoyen la filosofía de Millett vean con buenos ojos las señales de más regulaciones y menos libertad individual.
Para quienes aún creían que las cortes no tienen un papel en la política, Millett rápidamente demuestra lo contrario. Se niega a entender que, a veces, las cortes deberían mantenerse al margen y permitir que las decisiones las tomen los verdaderos legisladores. Claramente, Millett no aprueba la separación de poderes cuando sus creencias están en juego.
Patricia Millett es audaz, y sí, en algunos círculos alabada; no obstante, sus acciones lastiman profundamente la justicia imparcial que debería ser un faro para este país. Sus pretextos para justificar decisiones judiciales que ni siquiera intentan honrar la letra de la ley son un recordatorio constante de que la ideología personal no debería dictar el rumbo de un tribunal. Como observamos de su carrera, el peligro surge cuando el poder judicial olvida sus límites y actúa como otro brazo de un programa político en lugar de defender los derechos individuales estabilizando la justicia en el país.