P'tcha, el platillo que nunca veremos en MasterChef, es la gelatina judía hecha con patas de vaca que provoca más expresiones curiosas que un artista político en Twitter. Se trata de un tesoro culinario que ha sobrevivido generaciones, especialmente entre la comunidad judía asquenazí. Este manjar gelatinoso, preparado principalmente para el Shabat y otras festividades, es el resultado de horas de cocción a fuego lento, donde las patas de vaca se transforman en una sustancia que, para ser honestos, es tan sorprendente a la vista como al paladar. Sin embargo, su hechizo reside en que encapsula tradición, cultura y un sabor que provoca más de una discusión acalorada alrededor de la mesa familiar.
Vamos a explorar esta maravilla gastronómica que desafía las nociones modernas de lo que se considera ‘apetitoso’. Empezando por su particular origen, p’tcha es fundamentalmente lo que sucede cuando el deseo por no desperdiciar nada se encuentra con una riqueza cultural impresionante. Para preparar p’tcha se requiere tomar unas cuantas patas de vaca, que en su mayoría suelen pasar inadvertidas en las carnicerías, ponerlas a hervir durante horas hasta que los huesos suelten su gelatina natural, y una serie de ingredientes que, para muchos, representan un salto cuántico en su concepción del gusto. Ajo, cebolla, sal y pimienta son protagonistas, pero también se abren paso variantes con zanahoria o huevo duro.
Es fascinante pensar en cómo, en un mundo donde la udon y la quinoa son la cúspide de lo exótico, la p’tcha permanece como un eco inquebrantable de un mundo antiguo, donde desechar se antoja casi un sacrilegio. Esto es algo que va contra la narrativa de lo desechable que tantos insisten en adoptar justificando su comodidad. Pues bien, la p’tcha no cede. Aquí no hay lugar para despilfarro y, a diferencia de lo que se encuentra en los supermercados, acá el colágeno de las patas se aprovecha al máximo.
Uno de los atractivos más inusuales de la p’tcha es que se sirve fría, cortada en cuadros que provocan más de una ceja levantada. Para muchos el aspecto es la primera barrera, pero quienes la conocen saben que se trata de un sabor que recompensa a aquellos que se atreven a cruzar esa frontera visual. Y vamos, en pleno siglo XXI donde la gente clama por autenticidad, nada más auténtico que disfrutar algo tan cargado de historia, paciencia y saber culinario.
Hablemos un poco del misterio que la rodea. P'tcha es un manjar de los que provoca más de una confusión y desmesura, especialmente al mencionarlo frente a comensales desprevenidos que luego de probarla por primera vez podrían levantar simpatías radicales con cualquier dieta moderna. Pero ahí va, firme, desafiando el sentido común al ofrecer una experiencia que no solo habla de persistencia, sino también de continuidad cultural, algo que, para quien lo entienda, es mucho más valioso que cualquier operación culinaria mal interpretada como solo 'de moda'.
Sin duda, p’tcha tiene ese poder de polarizar tanto como cualquier debate acalorado en una sobremesa familiar. Pero más allá de los prejuicios y el aspecto inicial, quienes abrazan esta tradición con gusto saben que es mucho más que un alimento; es un testimonio saphía de tiempos donde nadie se escandalizaba con términos como ‘colesterol’, sino que celebraban cada oportunidad para compartir y perpetuar su herencia cultural.
Capitulando sobre por qué este delicia gelatinoso despierta fervores antiguos: ¡porque es una aventura culinarista en un bocado! En un mundo donde hasta la más mínima idea que reduzca desperdicios es vista con cínica suspicacia, la p’tcha se mantiene inamovible, reinando desde el rincón más pintoresco de la tradición culinaria.