Desde el momento en que el gobierno decidió meter mano en el mundo de los bienes raíces con la Ley de Inmuebles Defectuosos de 1972, la política se revolcó en una tempestad de órdenes poco efectivas. ¿Quién podría imaginar que un torneo legal nacido en Estados Unidos un distante día de 1972 llegaría a ser un ejemplo clásico de cómo la burocracia puede distorsionar algo tan simple como comprar una casa? La ley fue una medida diseñada para proteger a los consumidores de propiedades defectuosas, pero lo que realmente hizo fue complicar el mercado inmobiliario hasta extremos ridículos.
El propósito oficial era noble, claro está: evitar que compradores desprevenidos terminan adquiriendo propiedades debiluchas, con más grietas que un mural hecho por un pintor amateur. Sin embargo, lo que la ley realmente logró fue desbocar el costo de las transacciones inmobiliarias, inundando de papeleo cada compra y ralentizando lo que debería ser un proceso ágil. Al encajar estas barreras, no solo se ponía a los constructores en una camisa de fuerza regulatoria, sino que se disuadía a los empresarios de embarcarse en nuevos proyectos de construcción que podrían avivar la economía.
La peor parte es que, bajo el escudo del control de calidad, se instauró un limbo legal que se presta a innumerables malas interpretaciones y abusos. La demanda del cumplimiento estricto de estándares, algunos de los cuales son tan ambiguos como intentar leer un mapa con los ojos cerrados, ralentiza los proyectos y, en muchas ocasiones, los paraliza. Cada ciudad en Estados Unidos quedó atrapada en esta red reguladora, con inspectores que se pasean como cortesanas del desastre, siempre listas para encontrar cualquier fallo técnico. Y claro, esta vigilancia minuciosa viene con su propio costo.
Toda esta carga recae, para sorpresa de nadie, sobre el comprador. Los costos legales asociados, junto con tasas y tarifas inesperadas, crean un marasmo económico para cualquier familia que simplemente quiera un techo propio. En lugar de proteger al comprador promedio, la ley abultó los precios, impidiendo a generaciones jóvenes de estadounidenses poder entrar en el sacrosanto mundo de los 'propietarios'. A alguien se le olvidó mencionar que lo barato le sale caro al consumidor, y eso es lo que esta ley trajo como compañía permanente.
Si pensabas que el Estado tenía un plan maestro, estás en un error. La Ley de Inmuebles Defectuosos no es más que un esqueleto de buenas intenciones con poca carne de efectividad, atrapada en una camisa de fuerza de papel mojado. Lo peor es ver cómo esta política se ha erigido como un modelo a seguir en otras áreas regulatorias, convirtiéndose en un mantra de imperfecciones. No existe un salvaguarda más grande que el libre mercado para ajustar sus fallos, pero cada vez que hay incertidumbre, ahí va el gobierno, con su capa de superhéroe, tratando de salvar el día pero olvidándose de cómo aterrizar.
En la narrativa progresista, tal vez suene impopular, pero abrazar menos regulación podría ofrecer mejores resultados. Cuando hay menos trabas burocráticas, hay más espacio para la innovación, el desarrollo y, por supuesto, el crecimiento económico. Permitir que el mercado funcione sin amarras quizá sea la mejor protección para el consumidor, porque al final del día, es este quien decide, con su bolsillo y su buen juicio, qué residencia merece ser un verdadero hogar.