En 2014, mientras el mundo miraba al otro lado, sucedía algo estruendoso en Burkina Faso. ¿Un ejercicio democrático? ¡Por supuesto que no! Era un levantamiento popular que derrocaba al presidente Blaise Compaoré, un líder que había mantenido las riendas del país durante 27 años. Todo ocurrió en la húmeda vibración de octubre en Uagadugú, capital de Burkina Faso, revelando, una vez más, una verdad incómoda para aquellos que aún creen en utopías políticas. Compaoré intentaba cambiar la constitución para prorrogar su mandato, y eso, claro está, fue la gota que colmó el vaso. Los burkineses, hartos de la corrupción sistémica y el autoritarismo, se levantaron, quemando edificios gubernamentales, ondeando pancartas y exigiendo libertad y cambios reales.
Si uno busca aprender algo de una revuelta, no debería perderse en el romanticismo de las revoluciones. La mayoría de las veces, estos movimientos traen más caos que estabilidad. Solo basta ver lo que ocurrió después. Tras la caída de Compaoré, Burkina Faso no se transformó milagrosamente en un paraíso político. Fue solo una chispa más en el polvorín que son los regímenes despóticos de África Occidental.
Punto número uno: el sueño liberal de lo que debería ser un cambio radical muchas veces se convierte en una pesadilla. En teoría, eliminar a un dictador debería de traer una hermosa aurora de democracia, pero la realidad solo nos muestra un ciclo de inestabilidad política y conflictos internos. Mientras algunos celebraban la caída de un régimen, otros pronto se toparon con la realidad del vacío de poder. El ejército tomó el control temporalmente hasta que una transición democrática pudo ser acordada, pero ese período interino fue todo menos estable.
Número dos, la libertad no siempre llega a quienes más gritan por ella. La población de Burkina Faso despertó con un entusiasmo embriagador, esperando un rápido giro hacia el progreso, pero se enfrentó a una cruda realidad. El país, dominado por la pobreza y una infraestructura apenas existencial, se encontró perdido tras el levantamiento, con una economía tambaleante y una falta de liderazgo para dirigir el barco.
Tercero, la política internacional y su interés selectivo. Burkina Faso no es una potencia mundial. Es más, probablemente sea solo un clon más en la lista de países que no reciben titulares a menos que algo drástico ocurra. Occidente, y en particular sus liberales, miran para otro lado cuando no es rentable políticamente. Es por estas razones que, más allá de algunos titulares esporádicos, el levantamiento tuvo poca cobertura en los medios masivos.
Cuarto, el quién es quién en un esquizofrénico escenario político. Compaoré fue derrocado, pero eso no impidió que poderosos intereses se alinearan para mantener su influencia. Michel Kafando, un diplomático bien visto, tomó las riendas como presidente interino en la transición hacia un gobierno democrático, pero los desafíos eran enormes, y las luchas internas por el poder no tardaron en emerger.
Cinco, el mito del héroe revolucionario. Los líderes de movimientos populares aparecen, desaparecen y son olvidados tan rápido como las propias revueltas concluyen, si es que alguna vez lo hacen. Carismáticos al principio, rápidamente se enfrentan a las duras realidades de liderar una nación en tumulto, un escenario que no encaja con sus habilidades organizativas durante las protestas.
Sexto, la constante sombra del extremismo. En África Occidental, la inestabilidad y el debilitamiento del control gubernamental son el caldo de cultivo para el crecimiento de grupos extremistas. El levantamiento de Burkina Faso no fue una excepción. La amenaza de violencia extremista se intensificó después de 2014, complicando aún más los intentos de establecer una política estable.
Séptimo, el eterno retorno de los conflictos internos. Burkina Faso, como muchas naciones africanas, está lleno de divisiones étnicas y regionales. Derrocar a un gobierno no une mágicamente a una nación. En su lugar, perpetúa los ciclos de sospecha, tensiones y conflictos internos.
Octavo, el eterno pensamiento mágico de que un cambio de caras significa un cambio de realidad. Los rostros en el poder cambiaron, pero las dificultades estructurales y económicas permanecieron. Sin el apoyo de un sistema robusto, los buenos deseos de cambio se evaporan rápidamente.
Noveno, mirar a Burkina Faso nos permite ver lo que no debemos hacer: admirar ciegamente el cambio por el cambio mismo. Sin un plan genuino, sin infraestructuras sólidas y sin líderes que realmente defiendan a su país, el levantamiento fue simplemente un cambio de nombres en una nación llena de cicatrices.
Décimo, las revoluciones no son la solución para todos los males. Burkina Faso 2014 enseñó que el cambio abrupto a menudo equivale a intercambiar un conjunto de problemas por otro. El romanticismo de la revolución no sostiene una nación, y los sueños de quienes derrocaron a Compaoré encontraron rápidamente los desafíos insuperables que dejó su régimen caído. La historia es un testimonio de que cambiar de líder sin un cambio sistémico solo lleva a más de lo mismo.