Las Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo, un grupo cuyo nombre suena más a una producción de Hollywood que a una realidad, surgieron en Uruguay allá por 1967. En una época en la que el comunismo intentaba colarse en cada rincón del continente, este grupo decidió que la mejor manera de enfrentar lo que veían como injusticias sociales era, bueno, tomar las armas. Al intentar derrocar un gobierno legítimamente constituido, se propusieron cambiar el curso de un país que ni siquiera lo necesitaba. Estábamos lidiando con un grupo que, a todas luces, pensó que el camino para obtener el poder era más válido desde el miedo que desde la democracia.
Este no fue un grupo de soñadores utópicos, ni mucho menos. Las FAR, menos conocidas que sus homólogas argentinas, estaban decididas a decirle al mundo que en Uruguay sabían pelear. Este grupo era una exhibición perfecta de cómo la lucha armada seduce a aquellos que no tienen la paciencia para trabajar con las reglas establecidas. Porque, seamos honestos, es más fácil empuñar un arma que preparar una campaña política sólida. Por eso, no sorprende que, en lugar de cambiar el mundo, frecuentemente se convirtieron en una fuente de caos y violencia.
A pesar de su corta existencia - fueron absorbidas muy rápidamente por los más conocidos y temidos Tupamaros - las FAR dejaron su marca, aunque fuera como una nota a pie de página en la historia del terrorismo latinoamericano. ¿Quién puede olvidar sus intentos de secuestros, sus robos, o su insólita preferencia por las acciones armadas en lugar de buscar un cambio pacífico? Tal vez esperaban instaurar un régimen inspirado en las antiguas dictaduras socialistas, pero rápidamente la historia mostraría que un fusil jamás creó una utopía.
Desde su creación, las FAR adoptaron el estilo y manual operativo de guerrilleros urbanos. No tenían intenciones de irse al monte al estilo Che Guevara; su guerra, si es que se le puede llamar así, era en las calles de Montevideo y alguna que otra ciudad, dejando a su paso una estela de violencia innecesaria. Este grupo no tenía problema alguno en hacer de lo ilegal su modus operandi, y no hay duda que fueron implacables cuando se trató de sembrar el miedo.
Cuando estas fuerzas desaparecieron en 1973, es curioso pensar en lo poco que realmente cambiaron el panorama político del Uruguay. Sin embargo, dejaron una lección que es universal: los cambios sociales profundos no se gestan a riesgo de vidas humanas, sino a través del diálogo y la democracia. Pero los que orquestaron la creación de las FAR nunca compartieron una visión que abogara por la paz. Para ellos, la violencia era la única forma posible, y por eso se desmoronaron como un castillo de naipes.
Ahora, la ironía es que quienes más defienden tales movimientos revolucionarios suelen ser los que disfrutan de las comodidades que las democracias liberales ofrecen. La paradoja ha sido tan visible como absurda. Los terrores vividos en una época turbulenta del continente deberían servir para recordar que, cualquier ideología que justifica la violencia en función de un supuesto bienestar colectivo, termina siendo simplemente una utopía rota. En el contexto de las FAR, sus acciones no las hicieron heroicas; más bien quedaron como una tragedia en un intento fallido por convertise en libertadores del pueblo. Lo triste es que, a menudo, estos grupos nacen de la falta de diálogo social y se convierten en pesadillas nacionales.
El recuerdo de las FAR y las lecciones de su fracaso aún son relevantes hoy. Pasaron a la historia junto a otros movimientos que confundieron revolución con caos. Las mismas ideologías que los inspiraron continúan reclutando jóvenes soñadores para causas perdidas, que, al final, no construyen naciones, sino que las despedazan con traición y violencia. Hoy más que nunca, el recuerdo de figuras como las FAR debería servir de advertencia dura y clara. La paz, la verdadera paz, nunca llega al compás de un fusil.