Estelle Richman, una veterana burócrata que sabe moverse como pez en el agua en el laberinto de la política estadounidense, es un personaje que despierta una curiosidad implacable. ¿Cómo es posible que una mujer, conocida por su inclinación a perpetuar la burocracia, lograra acampar en el gobierno durante tantos años? Desde cuando comenzó su carrera en los años 1970 en puestos de salud pública en Filadelfia, pasó por diferentes etapas que han dejado un legado controvertido. Su periplo profesional la llevó al Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de Estados Unidos, durante la administración de Barack Obama, donde tuvo la titánica tarea de servir como subsecretaria interina de esta gran maquinaria. La fusión de capacidades administrativas y casi artesanales para perpetuar el status quo es lo que define a Richman.
Para los que creen en un gobierno limitado y en la eficiencia como estandartes de la administración pública, Estelle Richman representa una especie de sacrilegio. Su extensa participación en programas de salud y servicios sociales se traduce, en muchos casos, en un aumento de impuestos y un gasto público que llega a cifras estratosféricas. Los críticos señalan que su legado es una mezcla de burocratización inepta y indulgencia con sistemas que devoran recursos sin rendir cuentas apropiadamente. ¿Le debemos a ella la sobrecarga fiscal que sufren las arcas del estado? Muchos estarían dispuestos a decir que sí.
Uno de los aspectos más llamativos es su enfoque maternalista en cuanto a política pública se refiere. Richman, quien seguramente cree que abrazar con fuerza cada problemática social es tarea del gobierno, ha incentivado programas que favorecen la dependencia estatal. Esa mentalidad de "gobierno como niñera" choca frontalmente con los principios que defienden la responsabilidad individual y comunitaria. Implementó políticas que, si bien estaban alineadas con una idea de bienestar social, no contribuyeron al empoderamiento real de las comunidades a las que pretendió ayudar.
El debate sobre su liderazgo se intensifica al revisar los resultados de sus medidas. Se habla de iniciativas que escudriñan hasta el último rincón del presupuesto estatal sin generar mejoras significativas. Quien se incline por políticas progresivas puede interpretar estos hechos como un esfuerzo necesario por sanar el tejido social. Sin embargo, la otra cara de la moneda se traduce en una carga más pesada para el contribuyente promedio.
En su paso por el Departamento de Vivienda, Richman impulsó regulaciones que, al parecer, duplicaron trabas y diligencias, prolongando los tiempos de espera y desesperación entre los ciudadanos. El sueño americano de tener un techo propio se convirtió en una pesadilla burocrática que parecía no tener fin. Era como si la vivienda estuviera en manos de un monstruo regulatorio con garras afiladas de papelería en serie.
Incluso sus intentos de mejorar el acceso a la salud mediante programas engorrosos y sobrerregulados no mostraron resultados que justificaran el derroche de dinero público. Las comunidades que necesitaban ayuda urgente se encontraron navegando un mar de formularios y formalidades ininteligibles. Aquí es donde la crítica más ácida señalaba que se trataba de una falta de sentido común más abrumadora que cualquier enfermedad que intentaran combatir.
Lo que dicen las cifras y los numerosos estudios realizados sobre los programas que Richman supervisó son evidencia del contraste entre una buena intención y una ejecución desastrosa. Su legado en términos de gasto público sigue siendo un ejemplo de lo que puede pasar cuando el intervencionismo estatal se convierte en un fin más que en un medio.
Estelle Richman nos deja enseñanzas en cuanto a cómo el dirigismo estatal, revestido de una supuesta buena voluntad, puede crear más problemas de los que resuelve. Interpretar su trayectoria profesional requiere un vistazo crítico y desprejuiciado al concepto de eficiencia en la administración pública. Esta historia nos debe recordar que unas políticas públicas robustas no necesariamente son aquellas cargadas de regulaciones, sino aquellas que inspiran a los ciudadanos a prosperar por sí mismos.