¡Imagina que estás en el cielo y te dicen que eres un dios! No, no es una fantasía sacada de un libro viejo, es la sensación de orgullo y empoderamiento que todo conservador siente al reconocer las diferencias naturales entre el individuo que asume sus responsabilidades y el que delega su destino al estado. ¿Quién? Un ciudadano que valora la libertad. ¿Cuándo? A cada instante en que se toma una decisión personal sin esperar una orden superior. ¿Dónde? En cualquier sociedad donde la responsabilidad todavía se premia y no se castiga. ¿Por qué? Porque la auto-dependencia engendra poder y ese poder es la verdadera esencia de ser un dios entre simples mortales.
La libertad económica es el altar donde sacrificamos la mediocridad. Al trabajar y prosperar, uno se convierte casi en una deidad; plasma su destino con herramientas propias, no con subvenciones obsoletas. El estado benefactor, caricaturizado por aquellos que prefieren el amparo de lo seguro a lo sublime del libre comercio, siempre es un paso hacia abajo, hacia la conformidad. Porque, seamos honestos, no hay nada divino en esperar que otro resuelva los problemas que uno mismo puede afrontar.
Los valores familiares son el panteón donde cultivamos virtudes imperecederas. La estructura familiar tradicional es un bastión de los principios que elevan a una sociedad. Cuando papá y mamá educan a sus hijos, introduciendo el respeto y la disciplina en sus vidas, promueven generaciones de individuos fuertes y seguros. Es ahí donde reside el verdadero poder, no en aulas donde la corrección política desafía la biología y la historia.
La educación, como ideal loable, forma futuros dioses, pero no en la versión actual. Hoy podemos ver instituciones educativas fallidas que, en lugar de incentivar el pensamiento libre y crítico, adoctrinan con narrativas unidimensionales. Un dios no necesita manuales de autoayuda 'woke' para pensar. Necesita historia de verdad, ciencias bien enseñadas y, por supuesto, previsión económica, aspectos esenciales para trascender.
El respeto a la moralidad tradicional es el pincel de esa pintura divina. La ética clásica ha sido siempre más que normas; es el designio que guía a los colectivos humanos a tomar decisiones sabias y duraderas. Despreciar esta moralidad, reemplazarla con la subjetividad contemporánea y sus respectivas "normas" flexibles, nunca podrá elevar a alguien al estatus de divinidad. Todo lo contrario, lo ancla a una tierra de nebulosas éticas que sólo provoca confusión.
El orgullo patriótico es el trono donde nos sentamos. Defender a nuestro país y honrar el sacrificio de quienes dieron todo para mantenerlo libre es lo que distingue al ser supremo. Sí, hay quienes prefieren un globalismo sin raíces ni compromisos, una utopía todopoderosa que ignora que el poder real viene de la tierra que se pisa, de las fronteras que nos definen, y de los ideales que compartimos.
No olvidemos el derecho a la propiedad, ese bien estipulado que nos otorga la divinidad del control. Propiedad privada significa independencia, otra columna de nuestro templo personal. En un entorno donde cada recurso tiene un precio impuesto y una regulación desbordante, el verdadero dios busca asegurar y proteger su espacio, ese espacio que nadie tiene derecho a profanar sin justa causa.
El voto informado y consciente es otra manifestación terrenal de nuestra omnipotencia, la capacidad de usar nuestras elecciones para esculpir el paisaje social a nuestro gusto. De poco vale un sufragio ignorante, un sí cómplice de cada promesa vana, cuando la capacidad de ser dioses se encuentra en la clara elección de lo que valoramos como sociedad.
Evaluando estos pilares, la conclusión es evidente. No te has convertido en un dios sólo porque te lo proponen, sino porque abrazas tus responsabilidades y derechos con fuerza y sabiduría. Dejar que otros te digan lo que debes hacer equivale a negar tu propia naturaleza divina. Es tiempo de honrar estos principios, mientras otros buscan excusas para seguir caminos de rebaño.
Quizás no todos estén preparados para aceptar su propia divinidad en un mundo que grita lo contrario. Pero si reconoces que eres dueño de tu destino, entonces puedes llamarte un dios.