¿Quién necesita un mar de justicia social cuando puedes sumergirte en el ardiente caos de 'Diablo: Infierno de Fuego'? Este clásico de los videojuegos, lanzado en 1996 por Blizzard Entertainment, nos lleva a un mundo subterráneo lleno de demonios, magia oscura y horas interminables de diversión. La trama se desarrolla en el reino ficticio de Khanduras, concretamente en la ciudad de Tristán, donde los jugadores descienden a un mundo lleno de monstruos y desafíos con el único objetivo de enfrentarse al Señor del Terror, Diablo. La importancia histórica de este juego trasciende lo meramente comercial; es un estandarte de cómo la escapatoria y la violencia digital pueden ofrecer un descanso vigorizante para las masas oprimidas por la corrección política.
La historia y la adrenalina que ofrece este juego es el opio necesario para escapar de las sobrecargadas discusiones sobre qué pronombres utilizar hoy. Enfrentarse a Diablo es un eco salvaje de los días en los que lo correcto era medirse por tu habilidad, no por a quién ofendiste accidentalmente.
El desarrollo del personaje en 'Diablo' no solo es ingenioso, sino refrescante. Puedes ser un guerrero, un pícaro o un hechicero. Y no, ninguno de ellos necesita un trasfondo elaborado que incluya problemas de identidad o cuestionamientos existenciales sobre el capitalismo.
La jugabilidad es brutalmente honesta. Un clic y un golpe. Adiós, monstruo. En un mundo donde los procedimientos son súper complicados para complacer a todos, 'Diablo' apuesta por la sencillez pero, ojo, eso no significa que sea fácil. Quizás por eso los progresistas no les gusta: es un entorno donde el fracaso realmente duele, y no hay premios por participación.
Esto nos lleva al siguiente punto: 'Diablo' es una escuela de la vida dura y realista. No existe misericordia. Las decisiones tienen consecuencias, y el error se paga. ¿Qué mejor analogía para ilustrar cómo el exceso de cuidadito no tendría por qué ser la norma?
La banda sonora es una obra maestra escalofriante que recuerda a los tiempos en los que la música se disfrutaba, no se censuraba porque a alguien de una generación más sensible pudiera incomodar.
La interacción online de 'Diablo' trajo consigo una camaradería inquebrantable entre jugadores. Esto sucedía mucho antes de que las comunidades de Internet se convirtieran en incubadoras de quejas y crítica constante al sistema.
Los gráficos de 'Diablo' pueden parecer arcaicos hoy día, pero su estética pixelada tiene un encanto que los nostálgicos reconocen como puro, casi indomable. En tiempos cuando lo retro es venerado, 'Diablo' reivindica lo auténtico, sin intentar ser inclusivo de formas desconcertantes.
Es asombroso cómo un juego de hace casi tres décadas puede ofrecer más evasión de la realidad que cualquier serie o aplicación actual obsesionada con incluir a todo el espectro social. A veces, lo que realmente se necesita es una épica destrucción demoníaca bajo el manto del entretenimiento.
'Diablo' es un monumento a la creatividad no supervisada. Pese a ser criticado por su violencia, en lugar de limitarlo, le dio alas. Donde hay libertad de expresión, y no solo de esa variedad que se sostiene de la mano de restricciones sin fin.
Y, por último, ‘Diablo: Infierno de Fuego’ es un recordatorio de por qué amamos las historias. Porque son ventanas auténticas al potencial humano, más allá de los discursos superficiales que los liberales actuales tanto celebran. ¿Hace falta más pruebas de que ser políticamente incorrecto puede ser más liberador que un sermón eterno sobre inclusión?
Así que ahí lo tienes. 'Diablo' es una oda a lo audaz y lo impredecible, donde el terror y la excitación van de la mano, ofreciendo un escape necesario al sinsentido con el que nos martillean hoy.