¿Qué pasa cuando un film de hace décadas tiene el poder de perturbar sensibilidades modernas? "Dekalog: Uno" de Krzysztof Kieslowski es un ejemplo perfecto de arte que no pierde relevancia. Presentada originalmente en 1989 en Polonia, esta primera entrega de la serie "Dekalog" explora el primer mandamiento bíblico: "No tendrás otros dioses delante de mí". Pero no nos equivoquemos, esto no es un sermón religioso sino una crítica a la arrogancia humana al confiar ciegamente en la ciencia y la razón, como si fueran deidades modernas. Esta obra maestra despliega su narrativa en un bloque de apartamentos de la Varsovia comunista, donde un padre y su hijo, cegados por el progreso técnico y sus ecuaciones infalibles, sobreestiman su comprensión del mundo.
Desde el primer minuto, "Dekalog: Uno" interpela al espectador al mostrar cómo el protagonista, Krzysztof, un hombre dedicado al cálculo matemático y la informática, inculca en su hijo Pawel la confianza en los números sobre cualquier otra cosa. Krzysztof, interpretado por Henryk Baranowski, representa al prototipo de intelectual moderno que subestima lo espiritual. Pawel, como cualquier niño, sigue las enseñanzas de su padre sin cuestionarlas. Todo ocurre en el frío Varsovia, ciudad que parece un personaje más, sombreado y distante. Una tragedia inevitable se cierne sobre ellos, demostrando las limitaciones de la lógica humana.
Kieslowski es un maestro al revelar las grietas en lo que podría parecer un sistema perfecto. Estos personajes son víctimas del culto a la razón que ha permeado tanto la cultura occidental que sus adeptos creen que sustituye, reemplaza y supera a la fe. En vez de recurrir a sermones dogmáticos, la película coloca al espectador en la pista de la tragedia inminente. Cuando Pawel se ahoga en las gélidas aguas del lago al romperse el hielo que Krzysztof predijo que sería suficientemente sólido, no solo asistimos al dolor de un padre por su hijo perdido, sino a la caída de un hombre humillado por no poder controlar el destino.
No sorprende que esta obra despierte incomodidad en algunas corrientes. La narrativa desafía el mito de la omnipotencia tecnológica tan defendido por quienes creen que la ciencia por sí sola solucionará todos los problemas del ser humano. Mucha gente se ha tragado ese mensaje sin cuestionarlo, pero Kieslowski pone en jaque esta visión con personajes complejos que simbolizan la duda y la falibilidad humanas. La escena en la que la estatua de la Virgen llora puede parecer un recurso fácil, pero encarna un símbolo poderoso de lo que trasciende lo tangible —algo difícil de procesar para una mentalidad que confía ciegamente en lo empírico.
El lenguaje cinematográfico en "Dekalog: Uno" está diseñado para que el espectador no solo vea y escuche, sino que sienta la contingencia de la vida. La música de Zbigniew Preisner acompaña con una elegancia sombría que incrementa el sentido de fatalismo. La atmósfera es remarcable; una vez que has visto esta película, es difícil no pensar en sus implicancias. Kieslowski maneja la cámara como un narrador invisible que nos susurra al oído: "No sabes tanto como crees". Este mensaje resuena especialmente en tiempos actuales, donde algunos confían, demasiado, en fórmulas y modelos como sustitutos de sabiduría práctica o moral.
Mientras el drama se desenvuelve, la pregunta fundamental que queda en el aire es si la tragedia hubiese ocurrido si se hubiera equilibrado la razón con un sentido de lo trascendental. Este dilema moral es un golpe directo bajo el que desafía las más modernas sensibilidades y creencias, ofreciendo una reflexión sin palabras sobre el rol de la fe y el significado en la vida cotidiana. La cuestión no es volverse neo-luditas, sino reconocer que el conocimiento humano tiene límites claros y, muchas veces, catastróficos.
Así que tal vez esa sea la lección más difícil de tragar, una lección que "Dekalog: Uno" planta como una espina incómoda en el espectador. Nos enfrenta a la dolorosa realidad de que aún en un mundo de algoritmos y datos, la humilde aceptación de lo desconocido tiene su lugar. ¿Estamos realmente dispuestos a aceptarlo? Es ahí donde Kieslowski nos deja, frente al espejo, preguntándonos si vivir en la ignorancia arrogante beneficiará al progreso humano o lo llevará inexorablemente a su perdición.