Crispin Tickell era un hombre de mundo en un mundo que a menudo prefiere estar de espaldas a la realidad. Con su mirada puesta en el futuro, este británico no solo entendió el cambio climático antes de que se pusiera de moda; lo predijo y lo combatió desde que nadie hablaba de ello. Su carrera diplomática comenzó en la década de 1950, pero fue durante su tiempo como embajador en la ONU donde realmente dejó su huella. ¿Y por qué? Simplemente porque siempre estaba un paso adelante, entendiendo problemas globales con la claridad de un verdadero conservador que sabe que el cambio es inevitable pero debe ser gestionado de manera racional.
Tickell fue una figura prominente en la política británica, un intelectual que no necesitaba el ruido de las redes sociales para ser una fuerza impulsora en el ambientalismo. En una época donde su nombre resonaba en círculos políticos y académicos, tenía la capacidad de abordar los problemas medioambientales de una manera que rechazaría la algarabía emocional de las masas sensibles, optando por soluciones operativas y prácticas. No fue casualidad que Margaret Thatcher, una de las líderes británicas más emblemáticas, confiara en él para abordar estos temas. Tickell ayudó a moldear la postura oficial sobre el cambio climático cuando la mayoría de las políticas medioambientales eran ideas levemente esbozadas.
Podría argumentarse que Tickell era el tipo de individuo que molestaría a los progresistas (lo cual logró hacer). Su habilidade en equilibrar economía y ecología representaba un desafío al alarmismo tradicional. En lugar de demonizar a las industrias, abogaba por un progreso tecnológico que no comprometiera el desarrollo económico. Claramente, estaba más interesado en encontrar un equilibrio en lugar de adoptar un enfoque fatalista que tanto atrae a las mentalidades más liberales. Los problemas medioambientales, según él, requerían una perspectiva de sentido común, un concepto que parece haberse perdido en el tiempo.
Un aspecto encantador de Tickell era su implacable optimismo y creencia en la capacidad humana para innovar y superar los desafíos. No se limitó a marcar con dedo acusador las acciones del presente. No, él ofrecía caminos de acciones basadas en evidencias, enfocados en el pragmatismo y el reconocimiento de que cualquier transición debe ser justa y eficaz. Es una pena que en un mundo lleno de ruido, su sensatez haya pasado desapercibida para aquellos atrapados en profecías autodestructivas.
Tickell también fue un visionario en cómo se construyen las relaciones internacionales. Creía que un verdadero progreso no solo requería innovación sino cooperación internacional, y predicaba que los problemas como el cambio climático no podrían ser resueltos por un país en solitario. Sin embargo, entendía que había que construir sobre bases económicas sólidas y políticas de estado firmes. En un mundo ideal, más políticos escucharían sus consejos en lugar de dejarse llevar por la histeria de los titulares.
Otro punto a destacar es la forma en que combinaba su experiencia como diplomático y su conocimiento en ciencia para proporcionar pruebas contundentes sobre los impactos globales del cambio climático. En una época donde era más fácil cerrar los ojos y esperar que el problema desaparezca, Tickell estaba allí levantando la voz, ofreciendo datos y un camino factible a seguir.
Crispin Tickell dejó un legado que muy pocos en su campo pueden igualar. Mientras que muchos se encogen de hombros ante los problemas del mundo, él se puso en marcha para remodelar políticas y mentalidades. Es un recordatorio poderoso de que el verdadero liderazgo y cambio real ocurren no de las masas que gritan, sino de individuos que ven claramente a través de la neblina de exageraciones y mantienen su rumbo firme, sin perderse por el camino del desaliento. Este es el tipo de herencia que debería servir como ejemplo hoy en día para quienes desean un planeta más habitable y un debate más racional.