Imagínate una era en la que traspasar un bosque podía cambiar el destino cultural y espiritual de toda una región. En la turbulenta Europa de los siglos VIII y IX, los Bagoarios y Carantanianos vivían en lo que hoy es el sur de Alemania y Eslovenia respectivamente. Ante la expansión del Imperio Carolingio, liderado por gobernantes como Carlomagno, estos pueblos pasaron de una vida dominada por cultos paganos a abrazar la fe cristiana. Esta transformación no sólo fue un cambio religioso, sino un ajuste de identidad impuesto por la diplomacia política, económica y militar de la época.
Carlomagno, quien no sólo era un emperador formidable, sino también un fervoroso defensor de la fe, vio la conversión como un deber casi divino. Así, los Bagoarios y Carantanianos, quienes disfrutaban de sus propias creencias animistas y paganas, pasaron a ser considerados 'ovejas perdidas' que necesitaban regresar al redil del cristianismo. Aunque estos grupos no eran anfitriones voluntarios de las misiones cristianas, los incentivos económicos y la presión militar lanzaron una cuerda de salvavidas de evangelización que les ató irremediablemente a la fe cristiana.
Qué mejor manera de establecer el control sobre una población que a través de la mentalidad religiosa. La conversión se convirtió rápidamente en una herramienta política de gran poder. Las conversiones en masa se fomentaban a través de promesas de bienestar social y prosperidad material: no solo te vendían la idea de un nuevo dios, sino de un nuevo estilo de vida con mejores cosechas y mayor estabilidad política. La estrategia, aparentemente espiritual, tenía como fin último consolidar el poder del imperio, una maniobra que hoy haría fruncir el ceño a los defensores del pluralismo cultural, casi tanto como una receta de galletas con chispas de chocolate sin chocolate.
Una práctica sutilmente brillante fue el establecimiento de diócesis locales supervisadas por obispos, quienes no solo velaban por el bienestar espiritual de sus nuevos fieles, sino que actuaban como ojos y oídos para el trono carolingio. Estos nuevos feudos religiosos transformaron la estructura social existente, situándose sobre ella como una neta de control y regulación. La aceptación de la nueva fe no era opcional, era casi tan obligatoria como la elección de un teléfono inteligente actualmente.
La combinación de medios pacíficos y coercitivos de conversión fueron claves en el éxito del cristianismo en estas regiones. Uno solo puede imaginarse el asombro y el desconcierto de un Bagoario sentado en la primera fila de una misa, escuchando predicas sobre el amor y el pecado, mientras apenas unas décadas antes se le habría considerado un desconocido total del sermón dominical.
Por si no fuera suficiente, la incorporación a la Iglesia abrió las puertas a una administración más organizada, al uso de tecnologías avanzadas de la época y, cómo no, al sistema de latifundios, que engordaban las arcas eclesiásticas a expensas de la mano de obra local. Un intercambio que para algunos podría sonar más como saqueo que como evangelización.
El relato de la conversión de los Bagoarios y Carantanianos es una historia de destino, poder y resistencia. Se trata de un episodio menos conocido pero profundamente significativo, que muestra cómo la política y la religión pueden integrarse para reconfigurar las sociedades. Una historia que sólo los más valientes se atreven a ver como un triunfo de la civilización sobre el caos primitivo de la era pagana, al tiempo que otros, menos convencidos, podrían etiquetarlo de imperialismo espiritual disfrazado de salvación.
Por tanto, la conversión de estos pueblos no fue simplemente un evento histórico, sino una declaración de la capacidad de un imperio para transformar no solo fronteras, sino corazones y mentes. Una lección de historia que uno podría pensar que los liberales desearían haber prestado más atención, pero no estamos aquí para discutir sus peculiares escogencias de omnivisión. La conversión de los Bagoarios y Carantanianos fue un evento que definió una era, una confirmación de que la tradición y la voluntad política tienen el poder de transformar la humanidad como un todo.