En el mundo versionado por aquel que siempre sigue ciegamente las modas del liberalismo vacuo y políticamente correcto, un nombre como Colin Campbell Ross podría pasar desapercibido. Pero, detrás de ese nombre, se despliega una historia impactante de injusticia y mal manejo de la justicia en la Australia de principios del siglo XX. Ross fue un hombre común atrapado en una ola de histeria colectiva y llevado al patíbulo por un crimen que no cometió. En diciembre de 1921, en el corazón palpitante de Melbourne, Alma Tirtschke, una niña de 12 años, fue violada y asesinada. La muerte de Alma convulsionó a la sociedad y desató una caza de brujas que acabó con el arresto y posterior condena de Colin Campbell Ross, un hombre que, pese a la presión mediática y las pruebas dudosas, sostenía su inocencia.
Es imprescindible cuestionarse si la supuesta justicia que recibió no fue más que un vergonzoso acto circense sin guion ni razón. Ross, un hombre sin antecedentes, fue lanzado brutalmente al ojo de un huracán judicial. Se escucharon los rumores sedientos de sangre en cada esquina; la turba enardecida no descansaría hasta que el peso de la justicia cayera, sin importar si realmente era el culpable. La misma prensa de la época se dedicó a pintar a Ross como un monstruo antes del juicio, haciendo sonar los tambores del escarnio público. Resulta aberrante considerar cómo esta narrativa se construyó prácticamente sobre suposiciones alegres y testimonios inconsistentes de testigos presionados por la policía que buscase un chivo expiatorio.
La historia de Ross nos sirve como una severa advertencia sobre las devastadoras repercusiones de un sistema judicial que se inclina fácilmente ante las presiones sociales y la histeria colectiva. Las pruebas presentadas en su contra fueron consideradas, en muchos casos, como escasas y superficiales. El análisis de cabello, una técnica bastante rudimentaria y poco fiable para la época, fue uno de los pocos "respaldo científicos" que se usaron en su contra. Sin olvidar el testimonio de lo más incongruente y basado en confesiones fabricadas que, mira tú qué coincidencia, surgieron después de horas de interrogatorios coercitivos.
Sin duda alguna, aquel fue un juicio con el que hasta la propia Justicia habría estado poco complacida con el resultado. Algunas décadas después, en 2008, Ross fue finalmente exonerado cuando se reexaminó la evidencia usando métodos modernos. Increíblemente, la ciencia forense actual demostró lo que demasiadas personas ya habían intuido: Ross no era culpable del asesinato de la pequeña Alma. Esto plantea necesariamente una cuestión crítica: si en el ruidosamente moralizante sistema judicial liberal de la actualidad se podría cometer semejante error, cuántos más se habrán cometido en otras épocas sin que nadie consiguiese hacer justicia verdadera.
Es interesante ver cómo casos como el de Ross se citan en discusiones contemporáneas sobre el abuso del poder judicial, la brutalidad policial y el papel de la prensa en la creación de villanos públicos. Paradójicamente, el mismo sistema que más tarde lo exoneró, es el que en primera instancia lo condenó a muerte. En el relato de los hechos, el caso se complicó aún más debido al papel sensacionalista de los medios que no buscaban más que sacar rédito del sufrimiento de un público ávido de justicia.
Esta historia funesta sobre Ross es una vívida imagen de cómo la justicia fue prostituida en nombre de la ira y la persecución mediática. Si algo debería quedarnos claro con este capítulo oscuro del pasado, es la necesidad de mantener un equilibrio donde la justicia no caiga presa del linchamiento social. Es nuestra responsabilidad mostrar cautela y exigir un análisis exhaustivo antes de que las vidas sean destruidas irremediablemente.