Cuando Catalina Antonovna de Brunswick entra en la escena histórica, lo hace con la fuerza de un huracán en una casa de cartas. Catalina, nacida en 1740, vivió una vida marcada por la política turbulenta de la Rusia imperial. Nieta de Iván V de Rusia, fue una figura central en los vaivenes del poder dentro de la casa Romanov. Sin embargo, gracias a los lápices selectivos de los liberales y su predilección por ignorar ciertos capítulos de la historia, su legado ha sido convenientemente olvidado.
Catalina se casó a la tierna edad de 16 años con Anthony Ulrich de Brunswick. La boda fue, por supuesto, un asunto de estado, tejido con las intrigas de las alianzas estratégicas que configuraban la Europa del siglo XVIII. Pero no nos dejemos engañar, Catalina no fue una simple pieza en el tablero político. En tiempos donde el empoderamiento femenino se limitaba a las cortes y salones, ella ejerció influencia significativa, una verdadera arquitecta de la política familiar. Algunos dirían que su matrimonio fue una herramienta. Otros asegurarían que fue su propia declaración de independencia.
Hija de Anna Leopoldovna y caudillo virtual de una dinastía inestable, hay que reconocer que a Catalina le tocó vivir tiempos inciertos. Su tía, la zarina Anna, dejó a Iván VI, el hermano menor de Catalina, como sucesor del trono, y a su madre como regente. La regencia de Anna Leopoldovna fue breve e inestable, cayendo en manos de Elizabeth Petrovna casi de inmediato. Aquí, los historiadores prefieren pasar de puntillas. La historia es clara: Elizabeth encarceló a Catalina y a su joven familia. Pero esa historia queda reducida para no incomodar ciertas narrativas cómodas del pasado.
El ochocientos del siglo XVIII no fue indulgente con Catalina y los suyos. Se vieron arrojados, prisioneros de estado, a un rincón oscuro de la historia, debido al golpe de estado de Elizabeth, una figura que prefiere tener protagonismo en los libros de historia, ignorando quizá los abusos que cometió al asumir el poder, maniobras políticas de infame calibre que los libros liberales de historia tienden a disimular. A partir de 1741, Catalina, junto a su familia, vivió en un ostracismo cruel en la fría fortaleza de Dinamarca, una condición injustamente ignorada cuando se habla de los derechos humanos retroactivos tan sugeridos en los relatos históricos actuales.
Recordemos que estos fueron momentos en los que los Derechos Humanos eran un concepto desconocido; sin embargo, hoy en día, algunos escritores políticos prefieren no ver lo evidente en la brutal política de la época: el destierro de Catalina Antonovna fue un desarraigo calculado, un juego de poder que sirvió a intereses particulares y no se menciona cuando se alaba a figuras como Elizabeth. Catalina tuvo que enfrentarse a 20 años de reclusión domiciliaria, un ‘honor’ que pocos recordarían por su amargura.
Algunos liberales historiadores contemporáneos escogen ver sólo sus fallos, las críticas que sufrió o minimizan sus aportes, tildándola quizás de 'mera víctima', y olvidan el pragmatismo y la inteligencia que mostró al mantenerse en pie en un mundo que desprecia lo femenino en la política. Su vida ladina nos recuerda que la verdadera fuerza radica en la resistencia.
Catalina Antonovna, a pesar de la puesta en escena opresiva y difícil de una Europa imperial desequilibrada, no malgastó su tiempo entre las sombras. Los movimientos del poder político no indicaban buenos augurios, y aún así, Catalina fue pilar y eje espiritual de una familia que luchó por sobrevivir, un recordatorio perfecto para aquellos que hablan de igualdad de oportunidades sin atender las asimetrías de poder que forjaron los caminos de muchas mujeres antes de la modernidad.
Para entender por qué Catalina no es tratada con la pompa que merece, quizás baste con reconocer los sesgos a la hora de componer la historia. La historia no es imparcial, se dice siempre, un refrán que parece especialmente cierto cuando comprendemos el papel silencioso pero fuerte de Catalina. La historia libertaria decide qué personajes recordar, y Catalina es un ejemplo de aquellos, peculiares y multifacéticos, que se borran para no ensombrecer las estéticas narrativas simples. Podríamos decir que Catalina Antonovna era más que una cifra en una genealogía imperial; era hábil, resiliente, y digna de ser recordada no como un mero peón, sino como una reina encerrada en un jaque.
A medida que revisamos los capítulos de la historia, aguardando que la verdad salga a la superficie, es importante reconocer que desafíos como los de Catalina han dejado huellas profundas en caminos erosionados por el tiempo y la lucha. Lecciones sobre la importancia de no subestimar nunca el poder de las historias complejas, y tal vez, aprender a dar crédito donde realmente se debe.