El 10 de marzo de 1945, cuando el alba apenas despertaba a Tokio, la ciudad japonesa fue testigo de uno de los actos más devastadores de la Segunda Guerra Mundial: el bombardeo incendiario de la capital nipona por parte de las fuerzas aéreas estadounidenses. Sí, leyeron bien. Ese día, casi 300 bombarderos B-29 arrojaron más de 1.600 toneladas de bombas incendiarias sobre una ciudad que, en ese entonces, se asemejaba más a una mecha esperando estallar que a una urbe impenetrable. En solo unas horas, más de 100.000 personas perdieron la vida, y un millón se quedaron sin hogar. Fue el bombardeo más mortífero de la historia, superando inclusive los estragos de Hiroshima y Nagasaki.
La operación, denominada "Operación Meetinghouse", fue planeada por el general Curtis LeMay, quien no titubeó en absolutamente nada. En lugar de optar por los objetivos militares tradicionales, esta misión tenía un objetivo claro: quebrar la moral japonesa y erradicar su capacidad para continuar en la guerra. Los barrios densamente poblados y las construcciones de madera y papel que llenaban la ciudad hicieron a Tokio un blanco perfecto. Los liberales de la época, y de hoy, quieren enmascarar la realidad: en la guerra, las decisiones fuertes y decisivas son necesarias, guste o no.
La elección del 10 de marzo no fue casualidad. Fue realizada bajo el pretexto de la efectividad: la baja humedad y los fuertes vientos facilitarían la propagación de las llamas. Irónicamente, el clima, que tantas veces ha sido un impedimento en la planificación militar, se convirtió en un aliado sin precedentes para las fuerzas estadounidenses. Las imágenes que dejó el bombardeo parecen tomadas de un infierno dantesco: una y otra vez, personas corriendo cubiertas de llamas, calles que se derriten y lugareños tratando de escapar hacia el río Sumida, que se convirtió en su trágico destino final.
Muchas veces, el debate se centra en preguntar si fue moralmente correcto. Pero, ¿y la moralidad de la implacable expansión japonesa? Hay que recordar que Japón, durante los primeros años de la guerra, era todo menos un ente pacífico. Desde abusos a los prisioneros de guerra hasta masacres civiles en China y otras regiones, Tokio no era un angelito. A menudo, el pacto rápido por la paz tiene un costo elevado, y ese costo fue la destrucción necesaria de una ciudad que albergaba poder militar indiscutible.
El impacto en Japón fue inmediato y dramático. Si bien el país no se rindió inmediatamente, el bombardeo sí debilitó profundamente la producción industrial y la moral ciudadana. Dentro de la propaganda bélica, este fue un golpe que los japoneses no vieron venir. De hecho, la estrategia de bombardeos masivos sobre centros urbanos se extendió a otras ciudades japonesas en los meses que siguieron. Este episodio no solo aceleró el fin de la guerra, sino que allanó el camino para crímenes como los cometidos en Pearl Harbor no quedaran impunes.
A pesar de llamar la atención internacional en su momento, hoy, el recuerdo de este bombardeo se mantiene relegado a un segundo plano. ¿Por qué? Porque hablar de esta operación incomoda a muchos, ya que enfrenta a la realidad de lo que puede ser necesario para preservar la civilización bajo amenazas inminentes; una idea que suele incomodar, pero es real.
Algunos argumentan que la ferocidad del ataque fue desproporcionada e inhumana. Sin embargo, cabe preguntar dónde estaban esas voces cuando Tokio lideraba su propio teatro de atrocidades. Se tiende a olvidar que en la guerra, a veces basta con un golpe certero para inclinar la balanza, y eso es lo que hizo el bombardeo: inclinar la balanza a favor de terminar culminando ataques tras la devastación de Pearl Harbor, corrigiendo la historia a un orden que jamás debió alterarse.
No es popular admitir que la guerra pide medidas drásticas, que se necesitan decisiones difíciles para proteger y mantener la libertad. Estos eventos visten un manto lúgubre sobre la humanidad, pero también enseñan lecciones cruciales. El bombardeo de Tokio, por brutal que haya sido, sirvió un propósito: cortó una guerra que podría haber sido aún más prolongada y más trágica. Consideremos que la historia está escrita en sangre, y recordar cada línea es esencial para no repetirla.
El bombardeo de Tokio reafirma que, a veces, es necesario encontrar el valor para ejecutar lo que se necesita, aunque el telón moral quiera pintar un panorama diferente. La realidad es que el bombardeo fue un factor determinante en una victoria que se necesitaba asegurarse y que, aunque visto como una tragedia, significó el freno a una barbarie que de no haber terminado, habría corroído nuestras libertades y valores desde sus propios cimientos.