En este capítulo de las tribulaciones culturales contemporáneas, el acceso televisivo de los artistas se ha convertido en el nuevo terreno de juego donde los titiriteros de la corrección política nos muestran su destreza. Desde las alfombras rojas hasta los noticieros cargados de farándula, se despliega ante nuestras propias narices la gran mascarada de lo que ellos llaman 'inclusión'. En este panorama, cualquiera que susurre una disonancia disidente es señalado como un enemigo del progreso.
El acceso televisivo, en su esencia, debería ser un espacio donde cualquier artista talentoso, sin importar su lugar de origen o sus ideales, pueda compartir su arte con el mundo. Sin embargo, las reglas del juego las dictan los mismos jugadores de siempre: las élites progresistas que deciden quién merece ser visto y quién debe permanecer detrás del telón. A través de un control sistemático del espacio mediático, los guardianes culturales del presente filtran los valores e imágenes que satisfacen su agenda utópica.
En un mundo ideal, los medios de comunicación brindan un escaparate justo y neutral para que los actores del arte desfilen con sus propuestas. El problema surge cuando es la ideología la que dicta el escenario. Basta con encender la televisión para notar un patrón: los rostros que aparecen se ajustan a un guión preconcebido y políticamente cargado. La inclusividad extrema termina por parecerse más a la exclusividad maquillada, donde solo se aplaude si tu discurso resuena con esa corrección política que se esparce como epidemia.
No sorprende que los favoritos de la televisión se muevan en las aguas seguras de la narrativa progresista. Además, el fenómeno del acceso televisivo trae consigo la paradoja de la diversidad. Se proclama con bombos y platillos, pero en realidad degenera en lo mismo de siempre: una diversidad falsa, de marionetas que mueven sus hilos al compás de la melodía dictada por un puñado de productores y guionistas que fingen ser democráticos. Así, surge una suerte de monarquía cultural donde solo reina quien sabe cantar al son de lo políticamente correcto.
Más allá de los neones y las cámaras, hay una verdad incómoda: el acceso televisivo de hoy es un vehículo más para la propagación de un modelo social bien delineado, donde la agenda de lo que se debe mostrar está cuidada con celo incuestionable. Podríamos celebrar acaso la repentina aparición de algunos rostros nuevos, pero resulta difícil hacerlo cuando nos percatamos de que son simplemente las nuevas caras que las élites han decidido mostrar esta temporada.
Los artistas que consiguen surcar las corrientes televisivas sin adaptarse a la corriente de moda son cazados con avidez por quienes desean mantener el entretenimiento bajo un solo bastión. Permitirse una voz independiente es casi un acto de rebelión, y aquellos que se atreven a desafiar al titán mediático de hoy encuentran sus caminos profesionales llenos de obstáculos y el dudoso honor de ser tratados como peligrosos insurgentes por los defensores de la virtud.