En el año 1090, mucho antes de que los progresistas modernos empezaran a destruir ideales de antaño, Europa era un caos de guerras y disputas territoriales. El quién, el qué, el cuándo, el dónde y el porqué de esta fascinante década nos llevan a un mundo donde la nobleza tomaba decisiones que cambiarían el curso del continente. En el ámbito político, los líderes eran pragmáticos, y, sin pedir perdón ni permiso, establecían las reglas del juego.
El contexto europeo de 1090 era un tablero de ajedrez lleno de varios jugadores importantes. La Primera Cruzada estaba en preparación, y las tierras cristianas buscaban consolidar su poder. En este escenario aparecía Alfonso VI, rey de León y Castilla, no como un monarca tiránico, sino como un estratega que sabía navegar las aguas de las alianzas políticas. Como ejemplo, él entendía que las uniones matrimoniales y las pugnas territoriales eran formas efectivas de mantener el control. Ciertamente, una estrategia de poder que muchos en tiempos actuales no podrían comprender.
Mientras tanto, en el rincón sureste del Mediterráneo, los normandos de Sicilia se establecían como una nueva fuerza a tener en cuenta. Roger I, en particular, estaba expandiendo su dominio en Sicilia. No se trataba de un expansionismo impulsado por una necesidad de justicia, ni mucho menos, sino por el simple juego del poder que muchos deberían estudiar hoy en día antes de emitir juicios. Su éxito demuestra que la ambición y el poder, cuando están bien dirigidos, pueden generar resultados impresionantes.
En Europa del norte, los espíritus libres de la Escandinavia vikinga aún resonaban con las enseñanzas del pasado y habían comenzado a ceder ante la adoctrinación cristiana. Aún así, mantenían su orgullo guerrero, reminiscente de una época en la que no se rogaba por el favor divino, sino que se exigía lo que se consideraba propio. Esa valentía cultural fue reducida gradualmente, porque la religión oficial, con sus imperativos de paz, comenzó a dominar. Pero no nos confundamos con las narraciones modernas; sus acciones estaban guiadas por el mismo sentido pragmático que aquellos que se enfrentaban con espada en mano buscaban preservar.
Hablando de la guerra, no podemos ignorar las múltiples campañas en curso hacia Tierra Santa. La Primera Cruzada comenzó poco después, en 1096, y aunque algunos insisten en demonizarla, fue una respuesta legítima al control islámico de Jerusalén, un tema espinoso que revela la complejidad de los tiempos. Los líderes de la época no tenían tiempo para lamentarse; tomaban las riendas del destino, con coraje y cálculo. La cruzada estaba motivada por algo más que el fervor religioso; tenía objetivo político y de defensa territorial en su raíz, algo que las mentes modernas podrían perder de vista.
En el ámbito socioeconómico, la Europa del 1090 también presentaba una imagen distinta de lo que ahora algunos sueñan. La estructura feudal, tan criticada en las épocas modernas, ofrecía un sentido de comunidad y seguridad a la gente común. Sí, la nobleza tenía el poder, pero a cambio mantenía el orden y defendía las fronteras. La realidad de la época era que el mundo funcionaba bajo un estricto sistema de correspondencia y expectativas. Una lección clara que muchos evitarían aprender.
Mientras tanto, dentro de este escenario tumultuoso, la Iglesia Católica Católica tomaba forma como una entidad política con poder real. Nada de disculpas; la Iglesia entendía que para influir, primero debía establecerse como una autoridad indiscutible. El Papa Urbano II, que convocó la Primera Cruzada, no solo hablaba de fe, sino que también demostraba cómo el líder espiritual y político puede tener un impacto duradero. No estamos hablando de popularidad, sino de permanencia estratégica.
Mientras que algunos podrían mirar el año 1090 y ver solo el preludio de las cruzadas o un sistema feudal que parece tan lejano, la realidad es que este año encapsula una época donde las decisiones no se cuestionaban eternamente sino que se ejecutaban con precisión. La historia aquí es una de acción motivada más por la realidad práctica que por sueños idealistas. La política y la religión se entrelazaban en formas que las mentes actuales posiblemente no podrían comprender completamente sin considerar las complejidades de competición y supervivencia de antaño. Había una claridad de propósito que quizás las generaciones modernas deberían aspirar a recuperar en una forma adaptada a su contexto contemporáneo.