Si alguna vez te has sentido atrapado por una serie de Netflix o un videojuego al punto de perder la noción del tiempo, has experimentado lo que se conoce como transfixión. Este fenómeno afecta a personas en todo el mundo y se siente particularmente resonante entre los jóvenes de la Generación Z, quienes han crecido en un entorno donde la realidad virtual y los medios digitales son omnipresentes. Transfixión se refiere a ese estado de inmersión total, una especie de trance en el que el tiempo y el espacio externos parecen desvanecerse. Actualmente, vivimos en un mundo donde esta percepción alterada es tanto un escape como un desafío para afrontar la vida diaria.
Encarar la realidad digital, a veces, puede ser tan potente que olvidamos el mundo que nos rodea. Las plataformas de streaming, como TikTok o YouTube, se han vuelto una parte integral de nuestro día a día. No solo nos brindan entretenimiento, sino que también moldean cómo vemos el mundo, cómo adquirimos información y, a menudo, cómo nos relacionamos con otros. Este fenómeno no es simplemente un problema de falta de atención o una lucha generacional contra el control de pantallas; es una característica de nuestra época. Sin embargo, la transfixión tiene sus críticos, quienes sostienen que nos aliena de lo real, creando individuos que prefieren vivir en la ilusión.
A pesar de las críticas, hay quienes defienden estos escapes digitales, argumentando que ofrecen un medio para conectar, aprender y encontrar comunidades afines que podrían ser más difíciles de hallar en el mundo físico. La realidad virtual ha proporcionado a muchas personas un refugio, especialmente durante los tiempos de aislamiento social, como los experimentados durante la pandemia. No obstante, la dependencia de estas plataformas también plantea un riesgo. Una dieta exclusiva de contenido virtual puede transformar nuestras nociones de realidad, llevándonos a confundir lo digital con lo tangible.
El miedo a la deshumanización es comprensible, pero es vital reconocer el valor que los medios digitales han aportado a la sociedad. La tecnología, por su propia naturaleza, evoluciona. Y junto a ella, nuestra relación con la realidad también debe evolucionar. Por lo tanto, es crucial encontrar un equilibrio. Hay una línea muy delgada entre el uso saludable de las tecnologías y su abuso.
Además, la transfixión no es únicamente un fenómeno juvenil. Personas de todas las edades pueden experimentar esta atracción hacia lo virtual. Aunque es fácil señalar con el dedo a los jóvenes por su participación en este consumo digital, no debemos ignorar que la conexión humano-tecnológica afecta a todos. Los adultos, también absorbidos por las noticias en línea o las redes sociales, sufren estos mismos efectos, lo que sugiere que se trata de un fenómeno transversal y no exclusivamente generacional.
El desafío entonces es qué hacer con nuestra capacidad de ser transfixiados. Si uno sigue las redes sociales, es posible encontrar ejemplos impresionantes de cómo las plataformas pueden ser utilizadas positivamente, desde proyectos creativos hasta campañas de justicia social. En este sentido, puede ser una herramienta poderosa para movilizar y empoderar a las personas al tiempo que las mantiene informadas y conectadas.
Reconocer que la transfixión es parte de nuestra modernidad no significa resignarse a ella. Significa ser conscientes de cómo afecta nuestras vidas diarias y cómo podemos usarla para el bien, al mismo tiempo que se marca un límite saludable. Hay poder en la pausa; desconectarse regularmente puede ayudarnos a calibrar mejor nuestras prioridades y apreciar más tanto el mundo digital como el físico. En última instancia, encontrar ese equilibrio donde nuestras vidas pueden fluir entre lo digital y lo tangible podría ser la clave para aprovechar al máximo ambos mundos.
Al aceptar y gestionar la transfixión, podemos dirigirnos hacia un futuro donde la tecnología sea una extensión positiva de la experiencia humana, en lugar de ser su antagonista. La clave está en ser conscientes, establecer límites y no perder el sentido de la realidad que define quiénes somos realmente.