Imagínate un mundo donde el acto de ignorar al otro se vuelve tan recurrente que hasta tiene un nombre: 'otrocidio'. Este término encapsula una triste realidad contemporánea, surgida en nuestra propia sociedad digital, que resalta una desconexión emocional entre individuos. Su auge podría ser rastreado al boom de las redes sociales—pensemos en la última década—donde el aislamiento paradójicamente ocurre mientras estamos más 'conectados' que nunca.
El 'otrocidio' es también una crítica a cómo el individualismo se ha disfrazado de virtud. El foco excesivo en uno mismo y la desatención al sufrimiento ajeno están proliferando en espacios urbanos y digitales por igual. Imaginemos por un momento desplazarnos por una gran ciudad; la premisa de que cada uno está inmerso en su propio mundo resulta ciertamente familiar.
Desde la sociología crítica se argumenta que esta tendencia refleja la creciente aporofobia, o el miedo al pobre. Explorando ambos lados del espectro ideológico, encontramos consenso sobre la importancia de rejuvenecer la empatía colectiva. En términos liberales, esto se traduce en la imperiosa necesidad de reforzar el tejido social roto, reparando nuestro sentido de comunidad y mutua responsabilidad.
Sin embargo, voces conservadoras también desaprueban la desidia social, aunque desde un enfoque más centrado en la moral personal y la importancia de la familia como núcleos de soporte afectivo. Hay un punto de coincidencia entonces en que el 'otrocidio' es indeseable y nocivo.
Quizás es esta indiferencia hacia el otro la que enciende alarmas sobre un posible colapso social, tal como advertían sociólogos tan emblemáticos como Émile Durkheim, quien ya a principios del siglo XX nos hablaba de 'ánomia'. La desconexión social no sólo genera angustia, sino un vacío que las ideologías extremas y populismos intentan llenar. Esto genera divisiones y conductas intolerantes.
La psicoterapeuta Esther Perel lo llama un 'malestar oculto', proyectando su sombra tanto en los espacios públicos como en nuestras relaciones personales. ¿Por qué, en una era donde la visibilidad del otro es instantánea y global, nos resulta tan fácil indiferenciarnos del dolor ajeno?
Busquemos respuestas en la ubiquidad de la información que cambia las reglas del juego para la empatía. La sobreexposición a sucesos trágicos y la saturación excesiva de noticias en nuestras pantallas provoca una especie de parálisis emocional. Termina resultando más sencillo mirar hacia otro lado cuando las imágenes son demasiado duras.
Soluciones existen, afortunadamente. Desde una perspectiva crítica, fomentar espacios de diálogo y comprensión parece fundamental. Las iniciativas comunitarias para contacto humano genuino y programas educativos que prioricen las habilidades emocionales son una alternativa viable.
El poder de la narrativa no debe subestimarse tampoco; contar historias que humanicen a los 'otros' ayuda a derramar la barrera de indiferencia. De hecho, el arte y la cultura poseen esa peculiar habilidad de reconectarnos con nuestra propia humanidad colectiva.
Para nuestra generación, estas acciones cobran especial importancia. Gen Z, por naturaleza, muestra una habilidad impresionante para movilizarse por causas de justicia social. En este sentido, al interiorizarnos y hacernos conscientes del fenómeno del 'otrocidio', hay una oportunidad invaluable para liderar un cambio significativo.
La clave está en no dejar que la apatía triunfe. La empatía y el humanismo no son conceptos pasados de moda, sino armas para combatir un sistema que precariza las relaciones humanas. En última instancia, el 'otrocidio' es una llamada urgente a renunciar a la indiferencia, si es que aspiramos a una comunidad más incluyente y vulnerable a las sonrisas tanto como a las lágrimas ajenas.