Construir y destruir, dos acciones aparentemente opuestas, son parte esencial de nuestras vidas y de cómo evolucionamos como sociedad. Imagina una calle concurrida en el centro de una gran ciudad; ahí, el ruido de las construcciones nuevas se mezcla con las demoliciones de lo que alguna vez fue. Esto está ocurriendo ahora mismo en muchas ciudades del mundo, desde Nueva York hasta Buenos Aires, en pleno siglo XXI. Entonces, ¿qué nos ofrece esta paradoja de construir para luego, eventualmente, destruir?
Construir es un símbolo de progreso. Edificios levantándose, infraestructuras desarrollándose, y nuevas tecnologías naciendo día a día. Representa la capacidad humana de mejorar y revolucionar nuestro entorno. Desde la revolución industrial, el espíritu de la construcción se ha asociado con el avance. Tener rascacielos y puentes impresionantes es una forma de demostrar capacidades técnicas y económicas. Para muchos, vivir en un espacio más construido es sinónimo de mejores oportunidades y calidad de vida.
Sin embargo, no todo es tan simple. Lo que construimos tiene una fecha de caducidad, ya sea por la propia degeneración de los materiales, cambios en las necesidades de la población, o incluso, intereses económicos. Por otro lado, destruir no siempre es algo negativo. Hay situaciones donde demoler es necesario para mejorar, para dar paso a algo nuevo o más eficiente. Piensa en viejas fábricas que se transforman en modernos centros culturales. En otros casos, demoler puede significar erradicar zonas afectadas por la pobreza o el crimen para construir espacios que promuevan la seguridad y el bienestar social.
La oposición entre construir y destruir también se refleja en el ámbito ideológico. La política está llena de momentos donde lo que una administración levanta con esfuerzo, es derribado por la siguiente en nombre de una nueva visión. Cambiar leyes y reformar estructuras sociales son formas de esta dualidad. La constante tensión entre el cambio y la preservación es un conflicto inherente en nuestras sociedades. Pero en medio de esto, se generan debates importantes, cuestionamientos que nos impulsan como civilización.
Me gustaría que pensemos también en el impacto emocional que estas acciones tienen en nosotros como individuos. Construir puede alimentar nuestra sensación de éxito y propósito, mientras la destrucción puede acarrear sentimientos de pérdida o frustración. Un edificio que fue hogar de memorias puede desaparecer, pero también puede abrirse camino a nuevos recuerdos. Ritualizar estas acciones es parte de nuestro proceso de aceptar el ciclo de la vida.
Es interesante, además, cómo aprendemos y cambiamos nuestra perspectiva a través de la destrucción. Cuando un desastre natural destruye un área, es a menudo seguido por una ola de empatía y solidaridad humana. En otros casos, la destrucción de monumentos culturales genera una conciencia renovada sobre su valor e importancia. A veces necesitamos ver las ruinas para valorar lo que se ha perdido y reconstruir con una mayor apreciación.
Por otro lado, debemos considerar los efectos negativos de esta constante tensión. La erupción de las ciudades puede dejar en su paso una huella ecológica devastadora. Las construcciones sin planificación adecuada, el uso excesivo de recursos y la demolición de áreas verdes afectan severamente a nuestro ambiente. Es aquí donde la responsabilidad debería ser clave. Considerar un balance entre crear nuevas estructuras y preservar nuestro entorno natural es fundamental para asegurar un futuro sostenible.
Una postura liberal apunta al desarrollo consciente. Al progreso que involucra no solo la tecnificación, sino el bien social. Diseñar con eficiencia energética, reciclar materiales de construcción, e incorporar espacios verdes oxigenantes son algunos de los pasos que se pueden tomar. Políticas públicas que promuevan edificación sustentable son cruciales para alinear el interés común con el ambiental.
Desde la perspectiva de la preservación, es vital también escuchar las voces que ponen en jaque el frenesí constructivo. Es una llamada de atención sobre el peligro de priorizar las ganancias económicas a corto plazo sobre las consideraciones socio-ambientales. Cada época deja su marca, y en nuestra era digital, la conversación sobre construir y destruir no solo se limita al mundo físico. Estamos en un punto donde también el entorno digital necesita un equilibrio entre lo que está de más y aquello que todavía tiene valor.
La juventud, especialmente la generación Z, está tomando este relevo con optimismo y determinación. Activistas jóvenes luchan no solo por preservar el ambiente, sino por construir sistemas justos y equitativos en todas los niveles. Hay una urgencia latente en el aire, un llamado a reconstruir desde los cimientos, con un enfoque basado en la igualdad y el respeto por la diversidad, que no deja de desafiar el status quo.
En medio de esta paradoja de construir y destruir, el futuro sigue siendo un lienzo en blanco esperando ser pintado con las decisiones que tomemos hoy. Nuestras acciones son las que dejarán un legado para generaciones futuras. Y entre las ruinas y los nuevos proyectos, asegurémonos de que este legado sea uno de esperanza y continuar avanzando. Sin olvidar que de las ruinas también se levanta la historia.